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Cuento/Texto completo: 'El alambre de púa' de Horacio Quiroga

  • Writer: todomenosleer
    todomenosleer
  • 3 days ago
  • 13 min read

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'El alambre de púa'

Durante quince días el alazán había buscado en vano la senda por donde

su compañero se escapaba del potrero. El formidable cerco, de

capuera--desmonte que ha rebrotado inextricable--no permitía paso ni

aún a la cabeza del caballo. Evidentemente, no era por allí por donde

el malacara pasaba.


Ahora recorría de nuevo la chacra, trotando inquieto con la cabeza

alerta. De la profundidad del monte, el malacara respondía a los

relinchos vibrantes de su compañero, con los suyos cortos y rápidos,

en que había sin duda una fraternal promesa de abundante comida. Lo

más irritante para el alazán era que el malacara reaparecía dos o tres

veces en el día para beber. Prometíase aquél entonces no abandonar un

instante a su compañero, y durante algunas horas, en efecto, la pareja

pastaba en admirable conserva. Pero de pronto el malacara, con su soga

a rastra, se internaba en el chircal, y cuando el alazán, al darse

cuenta de su soledad, se lanzaba en su persecución, hallaba el monte

inextricable. Esto sí, de adentro, muy cerca aún, el maligno malacara

respondía a sus desesperados relinchos, con un relinchillo a

boca llena.


Hasta que esa mañana el viejo alazán halló la brecha muy

sencillamente: Cruzando por frente al chircal que desde el monte

avanzaba cincuenta metros en el campo, vió un vago sendero que lo

condujo en perfecta línea oblicua al monte. Allí estaba el malacara,

deshojando árboles.


La cosa era muy simple: el malacara, cruzando un día el chircal, había

hallado la brecha abierta en el monte por un incienso desarraigado.

Repitió su avance a través del chircal, hasta llegar a conocer

perfectamente la entrada del túnel. Entonces usó del viejo camino que

con el alazán habían formado a lo largo de la línea del monte. Y aquí

estaba la causa del trastorno del alazán: la entrada de la senda

formaba una línea sumamente oblicua con el camino de los caballos, de

modo que el alazán, acostumbrado a recorrer ésta de sur a norte y

jamás de norte a sur, no hubiera hallado jamás la brecha.


En un instante estuvo unido a su compañero, y juntos entonces, sin más

preocupación que la de despuntar torpemente las palmeras jóvenes, los

dos caballos decidieron alejarse del malhadado potrero que sabían ya

de memoria.


El monte, sumamente raleado, permitía un fácil avance, aún a caballos.

Del bosque no quedaba en verdad sino una franja de doscientos metros

de ancho. Tras él, una capuera de dos años se empenachaba de tabaco

salvaje. El viejo alazán, que en su juventud había correteado capueras

hasta vivir perdido seis meses en ellas, dirigió la marcha, y en media

hora los tabacos inmediatos quedaron desnudos de hojas hasta donde

alcanza un pescuezo de caballo.


Caminando, comiendo, curioseando, el alazán y el malacara cruzaron la

capuera hasta que un alambrado los detuvo.


--Un alambrado,--dijo el alazán.


--Sí, alambrado,--asintió el malacara. Y ambos, pesando la cabeza

sobre el hilo superior, contemplaron atentamente. Desde allí se veía

un alto pastizal de viejo rozado, blanco por la helada; un bananal y

una plantación nueva. Todo ello poco tentador, sin duda; pero los

caballos entendían ver eso, y uno tras otro siguieron el alambrado a

la derecha.


Dos minutos después pasaban: un árbol, seco en pie por el fuego, había

caído sobre los hilos. Atravesaron la blancura del pasto helado en que

sus pasos no sonaban, y bordeando el rojizo bananal, quemado por la

escarcha, vieron entonces de cerca qué eran aquellas plantas nuevas.


--Es yerba,--constató el malacara, haciendo temblar los labios a medio

centímetro de las hojas coriáceas. La decepción pudo haber sido

grande; mas los caballos, si bien golosos, aspiraban sobre todo a

pasear. De modo que cortando oblicuamente el yerbal, prosiguieron su

camino, hasta que un nuevo alambrado contuvo a la pareja. Costeáronlo

con tranquilidad grave y paciente, llegando así a una tranquera,

abierta para su dicha, y los paseantes se vieron de repente en pleno

camino real.


Ahora bien, para los caballos, aquello que acababan de hacer tenía

todo el aspecto de una proeza. Del potrero aburridor a la libertad

presente, había infinita distancia. Más por infinita que fuera, los

caballos pretendían prolongarla aún, y así, después de observar con

perezosa atención los alrededores, quitáronse mutuamente la caspa del

pescuezo, y en mansa felicidad prosiguieron su aventura.


El día, en verdad, favorecía tal estado de alma. La bruma matinal de

Misiones acababa de disiparse del todo, y bajo el cielo súbitamente

puro, el paisaje brillaba de esplendorosa claridad. Desde la loma,

cuya cumbre ocupaban en ese momento los dos caballos, el camino de

tierra colorada cortaba el pasto delante de ellos con precisión

admirable, descendía al valle blanco de espartillo helado, para tornar

a subir hasta el monte lejano. El viento, muy frío, cristalizaba aún

más la claridad de la mañana de oro, y los caballos, que sentían de

frente el sol, casi horizontal todavía, entrecerraban los ojos al

dichoso deslumbramiento.


Seguían así, solos y gloriosos de libertad en el camino encendido de

luz, hasta que al doblar una punta de monte, vieron a orillas del

camino cierta extensión de un verde inusitado. ¿Pasto? Sin duda. Mas

en pleno invierno...


Y con las narices dilatadas de gula, los caballos se acercaron al

alambrado. ¡Sí, pasto fino, pasto admirable! ¡Y entrarían, ellos, los

caballos libres!


Hay que advertir que el alazán y el malacara poseían desde esa

madrugada, alta idea de sí mismos. Ni tranquera, ni alambrado, ni

monte, ni desmonte, nada era para ellos obstáculo. Habían visto cosas

extraordinarias, salvando dificultades no creíbles, y se sentían

gordos, orgullosos y facultados para tomar la decisión más

estrafalaria que ocurrírseles pudiera.


En este estado de énfasis, vieron a cien metros de ellos varias vacas

detenidas a orillas del camino, y encaminándose allá llegaron a la

tranquera, cerrada con cinco robustos palos. Las vacas estaban

inmóviles, mirando fijamente el verde paraíso inalcanzable.


--¿Por qué no entran?--preguntó el alazán a las vacas.


--Porque no se puede--le respondieron.


--Nosotros pasamos por todas partes,--afirmó el alazán, altivo.--Desde

hace un mes pasamos por todas partes.


Con el fulgor de su aventura, los caballos habían perdido sinceramente

el sentido del tiempo. Las vacas no se dignaron siquiera mirar a

los intrusos.


--Los caballos no pueden,--dijo una vaquillona movediza.--Dicen eso y

no pasan por ninguna parte. Nosotras sí pasamos por todas partes.


--Tienen soga--añadió una vieja madre sin volver la cabeza.


--¡Yo no, yo no tengo soga!--respondió vivamente el alazán.--Yo vivía

en las capueras y pasaba.


--¡Sí, detrás de nosotras! Nosotras pasamos y ustedes no pueden.


La vaquillona movediza intervino de nuevo:


--El patrón dijo el otro día: a los caballos con un solo hilo se los

contiene. ¿Y entonces?... ¿Ustedes no pasan?


--No, no pasamos,--repuso sencillamente el malacara, convencido por la

evidencia.


--¡Nosotras sí!


Al honrado malacara, sin embargo, se le ocurrió de pronto que las

vacas, atrevidas y astutas, impenitentes invasoras de chacras y del

Código Rural, tampoco pasaban la tranquera.


--Esta tranquera es mala,--objetó la vieja madre.--¡El sí! Corre los

palos con los cuernos.


--¿Quién?--preguntó el alazán.


Todas las vacas volvieron a él la cabeza con sorpresa.


--¡El toro, Barigüí! El puede más que los alambrados malos.


--¿Alambrados?... ¿Pasa?


--¡Todo! Alambre de púa también. Nosotras pasamos después.


Los dos caballos, vueltos ya a su pacífica condición de animales a que

un solo hilo contiene, se sintieron ingenuamente deslumbrados por

aquel héroe capaz de afrontar el alambre de púa, la cosa más terrible

que puede hallar el deseo de pasar adelante.


De pronto las vacas se removieron mansamente: a lento paso llegaba el

toro. Y ante aquella chata y obstinada frente dirigida en tranquila

recta a la tranquera, los caballos comprendieron humildemente su

inferioridad.


Las vacas se apartaron, y Barigüí, pasando el testuz bajo una tranca,

intentó hacerla correr a un lado.


Los caballos levantaron las orejas, admirados, pero la tranca no

corrió. Una tras otra, el toro probó sin resultado su esfuerzo

inteligente: el chacarero, dueño feliz de la plantación de avena,

había asegurado la tarde anterior los palos con cuñas.


El toro no intentó más. Volviéndose con pereza, olfateó a lo lejos

entrecerrando los ojos, y costeó luego el alambrado, con ahogados

mugidos sibilantes.


Desde la tranquera, los caballos y las vacas miraban. En determinado

lugar el toro pasó los cuernos bajo el alambre de púa, tendiéndolo

violentamente hacia arriba con el testuz, y la enorme bestia pasó

arqueando el lomo. En cuatro pasos más estuvo entre la avena, y las

vacas se encaminaron entonces allá, intentando a su vez pasar. Pero a

las vacas falta evidentemente la decisión masculina de permitir en la

piel sangrientos rasguños, y apenas introducían el cuello, lo

retiraban presto con mareante cabeceo.


Los caballos miraban siempre.


--No pasan,--observó el malacara.


--El toro pasó,--repuso el alazán.--Come mucho.


Y la pareja se dirigía a su vez a costear el alambrado por la fuerza

de la costumbre, cuando un mugido, claro y berreante ahora, llegó

hasta ellos: dentro del avenal, el toro, con cabriolas de falso

ataque, bramaba ante el chacarero, que con un palo trataba de

alcanzarlo.


--¡Añá!... Te voy a dar saltitos...--gritaba el hombre. Barigüí,

siempre danzando y berreando ante el hombre, esquivaba los golpes.

Maniobraron así cincuenta metros, hasta que el chacarero pudo forzar a

la bestia contra el alambrado. Pero ésta, con la decisión pesada y

bruta de su fuerza, hundió la cabeza entre los hilos y pasó, bajo un

agudo violineo de alambres y de grampas lanzadas a veinte metros.


Los caballos vieron cómo el hombre volvía precipitadamente a su

rancho, y tornaba a salir con el rostro pálido. Vieron también que

saltaba el alambrado y se encaminaba en dirección de ellos, por lo

cual los compañeros, ante aquel paso que avanzaba decidido,

retrocedieron por el camino en dirección a su chacra.


Como los caballos marchaban dócilmente a pocos pasos delante del

hombre, pudieron llegar juntos a la chacra del dueño del toro,

siéndoles dado oir la conversación.


Es evidente, por lo que de ello se desprende, que el hombre había

sufrido lo indecible con el toro del polaco. Plantaciones, por

inaccesibles que hubieran sido dentro del monte; alambrados, por

grande que fuera su tensión e infinito el número de hilos, todo lo

arrolló el toro con sus hábitos de pillaje. Se deduce también que los

vecinos estaban hartos de la bestia y de su dueño, por los incesantes

destrozos de aquella. Pero como los pobladores de la región

difícilmente denuncian al Juzgado de Paz perjuicios de animales, por

duros que les sean, el toro proseguía comiendo en todas partes menos

en la chacra de su dueño, el cual, por otro lado, parecía divertirse

mucho con esto.


De este modo, los caballos vieron y oyeron al irritado chacarero y al

polaco cazurro.


--¡Es la última vez, don Zaninski, que vengo a verlo por su toro!

Acaba de pisotearme toda la avena. ¡Ya no se puede más!


El polaco, alto y de ojillos azules, hablaba con extraordinario y

meloso falsete.


--¡Ah, toro, malo! ¡Mí no puede! ¡Mí ata, escapa! ¡Vaca tiene culpa!

¡Toro sigue vaca!


--¡Yo no tengo vacas, usted bien sabe!


--¡No, no! ¡Vaca Ramírez! ¡Mí queda loco, toro!


--Y lo peor es que afloja todos los hilos, usted lo sabe también!


--¡Sí, sí, alambre! ¡Ah, mí no sabe!...


--¡Bueno!, vea don Zaninski: yo no quiero cuestiones con vecinos, pero

tenga por última vez cuidado con su toro para que no entre por el

alambrado del fondo; en el camino voy a poner alambre nuevo.


--¡Toro pasa por camino! ¡No fondo!


--Es que ahora no va a pasar por el camino.


--¡Pasa, toro! ¡No púa, no nada! ¡Pasa todo!


--No va a pasar.


--¿Qué pone?


--Alambre de púa... pero no va a pasar.


--¡No hace nada púa!


--Bueno; haga lo posible porque no entre, porque si pasa se va a

lastimar.


El chacarero se fué. Es como lo anterior, evidente, que el maligno

polaco, riéndose una vez más de las gracias del animal, compadeció, si

cabe en lo posible, a su vecino que iba a construir un alambrado

infranqueable por su toro. Seguramente se frotó las manos:


--¡Mí no podrán decir nada esta vez si toro come toda avena!


Los caballos reemprendieron de nuevo el camino que los alejaba de su

chacra, y un rato después llegaban al lugar en que Barigüí había

cumplido su hazaña. La bestia estaba allí siempre, inmóvil en medio

del camino, mirando con solemne vaciedad de idea desde hacía un cuarto

de hora, un punto fijo de la distancia. Detrás de él, las vacas

dormitaban al sol ya caliente, rumiando.


Pero cuando los pobres caballos pasaron por el camino, ellas abrieron

los ojos despreciativas:


--Son los caballos. Querían pasar el alambrado. Y tienen soga.


--¡Barigüí sí pasó!


--A los caballos un solo hilo los contiene.


--Son flacos.


Esto pareció herir en lo vivo al alazán, que volvió la cabeza:


--Nosotros no estamos flacos. Ustedes, sí están. No va a pasar más

aquí,--añadió señalando los alambres caídos, obra de Barigüí.


--Barigüí pasa siempre! Después pasamos nosotras. Ustedes no pasan.


--No va a pasar más. Lo dijo el hombre.


--El comió la avena del hombre. Nosotras pasamos después.


El caballo, por mayor intimidad de trato, es sensiblemente más afecto

al hombre que la vaca. De aquí que el malacara y el alazán tuvieran fe

en el alambrado que iba a construir el hombre.


La pareja prosiguió su camino, y momentos después, ante el campo libre

que se abría ante ellos, los dos caballos bajaron la cabeza a comer,

olvidándose de las vacas.


Tarde ya, cuando el sol acababa de entrarse, los dos caballos se

acordaron del maíz y emprendieron el regreso. Vieron en el camino al

chacarero que cambiaba todos los postes de su alambrado, y a un hombre

rubio, que detenido a su lado a caballo, lo miraba trabajar.


--Le digo que va a pasar,--decía el pasajero.


--No pasará dos veces,--replicaba el chacarero.


--¡Usted verá! ¡Esto es un juego para el maldito toro del polaco! ¡Va

a pasar!


--No pasará dos veces,--repetía obstinadamente el otro.


Los caballos siguieron, oyendo aún palabras cortadas:


--... reir!


--... veremos.


Dos minutos más tarde el hombre rubio pasaba a su lado a trote inglés.

El malacara y el alazán, algo sorprendidos de aquel paso que no

conocían, miraron perderse en el valle al hombre presuroso.


--¡Curioso!--observó el malacara después de largo rato.--El caballo va

al trote y el hombre al galope.


Prosiguieron. Ocupaban en ese momento la cima de la loma, como esa

mañana. Sobre el cielo pálido y frío, sus siluetas se destacaban en

negro, en mansa y cabizbaja pareja, el malacara delante, el alazán

detrás. La atmósfera, ofuscada durante el día por la excesiva luz del

sol, adquiría a esa hora crepuscular una transparencia casi fúnebre.

El viento había cesado por completo, y con la calma del atardecer, en

que el termómetro comenzaba a caer velozmente, el valle helado

expandia su penetrante humedad, que se condensaba en rastreante

neblina en el fondo sombrío de las vertientes. Revivía, en la tierra

ya enfriada, el invernal olor de pasto quemado; y cuando el camino

costeaba el monte, el ambiente, que se sentía de golpe más frío y

húmedo, se tornaba excesivamente pesado de perfume de azahar.


Los caballos entraron por el portón de su chacra, pues el muchacho,

que hacía sonar el cajoncito de maíz, oyó su ansioso trémulo. El viejo

alazán obtuvo el honor de que se le atribuyera la iniciativa de la

aventura, viéndose gratificado con una soga, a efectos de lo que

pudiera pasar.


Pero a la mañana siguiente, bastante tarde ya a causa de la densa

neblina, los caballos repitieron su escapatoria, atravesando otra vez

el tabacal salvaje, hollando con mudos pasos el pastizal helado,

salvando la tranquera abierta aún.


La mañana encendida de sol, muy alto ya, reverberaba de luz, y el

calor excesivo prometia para muy pronto cambio de tiempo. Después de

trasponer la loma, los caballos vieron de pronto a las vacas detenidas

en el camino, y el recuerdo de la tarde anterior excitó sus orejas y

su paso: querían ver cómo era el nuevo alambrado.


Pero su decepción, al llegar, fué grande. En los postes

nuevos,--obscuros y torcidos,--había dos simples alambres de púa,

gruesos, tal vez, pero únicamente dos.


No obstante su mezquina audacia, la vida constante en chacras había

dado a los caballos cierta experiencia en cercados. Observaron

atentamente aquello, especialmente los postes.


--Son de madera de ley--observó el malacara.


--Sí, cernes quemados.


Y tras otra larga mirada de examen, constató:


--El hilo pasa por el medio, no hay grampas.


--Están muy cerca uno de otro.


Cerca, los postes, sí, indudablemente: tres metros. Pero en cambio,

aquellos dos modestos alambres en reemplazo de los cinco hilos del

cercado anterior, desilusionaron a los caballos. ¿Cómo era posible que

el hombre creyera que aquel alambrado para terneros iba a contener al

terrible toro?


--El hombre dijo que no iba a pasar--se atrevió, sin embargo, el

malacara, que en razón de ser el favorito de su amo, comía más maíz,

por lo cual sentíase más creyente.


Pero las vacas lo habían oído.


--Son los caballos. Los dos tienen soga. Ellos no pasan. Barigüí pasó

ya.


--¿Pasó? ¿Por aquí?--preguntó descorazonado el malacara.


--Por el fondo. Por aquí pasa también. Comió la avena.


Entretanto, la vaquilla locuaz había pretendido pasar los cuernos

entre los hilos; y una vibración aguda, seguida de un seco golpe en

los cuernos dejó en suspenso a los caballos.


--Los alambres están muy estirados--dijo después de largo examen el

alazán.


--Sí. Más estirados no se puede...


Y ambos, sin apartar los ojos de los hilos, pensaban confusamente en

cómo se podría pasar entre los dos hilos.


Las vacas, mientras tanto, se animaban unas a otras.


--El pasó ayer. Pasa el alambre de púa. Nosotras después.


--Ayer no pasaron. Las vacas dicen sí, y no pasan,--oyeron al alazán.


--¡Aquí hay púa, y Barigüí pasa! ¡Allí viene!


Costeando por adentro el monte del fondo, a doscientos metros aún, el

toro avanzaba hacia el avenal. Las vacas se colocaron todas de frente

al cercado, siguiendo atentas con los ojos a la bestia invasora. Los

caballos, inmóviles, alzaron las orejas.


--¡Come toda avena! ¡Después pasa!


--Los hilos están muy estirados...--observó aún el malacara, tratando

siempre de precisar lo que sucedería si...


--¡Comió la avena! ¡El hombre viene! ¡Viene el hombre!--lanzó la

vaquilla locuaz.


En efecto, el hombre acababa de salir del rancho y avanzaba hacia el

toro. Traía el palo en la mano, pero no parecía iracundo; estaba sí

muy serio y con el ceño contraído.


El animal esperó a que el hombre llegara frente a él, y entonces dió

principio a los mugidos con bravatas de cornadas. El hombre avanzó

más, y el toro comenzó a retroceder, berreando siempre y arrasando la

avena con sus bestiales cabriolas. Hasta que, a diez metros ya del

camino, volvió grupas con un postrer mugido de desafío burlón, y se

lanzó sobre el alambrado.


--¡Viene Barigüí! ¡El pasa todo! ¡Pasa alambre de púa!--alcanzaron a

clamar las vacas.


Con el impulso de su pesado trote, el enorme toro bajó la cabeza y

hundió los cuernos entre los dos hilos. Se oyó un agudo gemido de

alambre, un estridente chirrido que se propagó de poste a poste hasta

el fondo, y el toro pasó.


Pero de su lomo y de su vientre, profundamente abiertos, canalizados

desde el pecho a la grupa, llovían ríos de sangre. La bestia, presa de

estupor, quedó un instante atónita y temblando. Se alejó luego al

paso, inundando el pasto de sangre, hasta que a los veinte metros se

echó, con un ronco suspiro.


A mediodía el polaco fué a buscar a su toro, y lloró en falsete ante

el chacarero impasible. El animal se había levantado, y podía caminar.

Pero su dueño, comprendiendo que le costaría mucho trabajo curarlo--si

esto aún era posible--lo carneó esa tarde, y al día siguiente al

malacara le tocó en suerte llevar a su casa, en la maleta, dos kilos

de carne del toro muerto.

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